lunes, 14 de febrero de 2011

Cuento: "Un Día Diferente"

*Escrito en Abril del 2008. 
**Publicado originalmente en el blog Letras de una Sopa, bajo el seudónimo Sopero, en Mayo del 2008.
 
El calor me agobia. El interior de los vagones del metro, en contraste con el frío día en el exterior, se calienta con la masiva concurrencia humana. Por suerte el vagón para y la masa de gente baja. Pero el calor en los andenes subterráneos es aún peor. Me odio por haber traído el abrigo. Sabía que esto pasaría.

Las escaleras parecen eternas bajo este calor aplastante y el aire viciado devuelto millones de veces de diferentes pulmones. Mientras subo, una idea loca cruza mi cabeza. La desecho. Sigo pensando en lo que haré al llegar a casa: lo de siempre. Y pienso en la rutina en la que mi vida se ha convertido, al simplismo que la he reducido. Vivir para trabajar. Es casi como reducirla a un número, a un mero dato estadístico. ¡Patético!

Entonces la idea loca desechada hace un momento vuelve a cruzar mi cabeza. Le doy espacio, le concedo el beneficio de la duda, para variar un poco.

Peldaño a peldaño, la pregunta se revela. Al pisar el último escalón ya ha cruzado mi cabeza por completo y se muestra desnuda frente a mis vagos pensamientos: “¿y si fuera un asesino?”
 
Miro a mi alrededor, temeroso de que alguien me haya oído. La gente se ve tranquila y parece no darse cuenta de nada. Lógico, fue solo un pensamiento. Miro al guardia de la estación. Conversa animadamente con un transeúnte.
Sé que no lo haría, yo no soy así, pero igual lo pienso: “¿cómo mataría a mi víctima?” Seguramente posaría mi fría mirada en aquella niña universitaria rubia, de ojos claros, delgada y caminar ondulado, que tanto impresiona a aquellos que se le atraviesan. Es segura de sí misma, probablemente gracias a sus padres, con un buen futuro por delante y consciente de que su belleza podrá llevarla a donde quiera. Pero sería muy típico. Y ya estoy aburrido de lo típico.

El gordo de anteojos es el prototipo perfecto. Desaliñado y grasiento, sudoroso de solo mover un pie, cansado de su vida, si es que la tiene, aburrido de todo lo que lo rodea. Un verdadero perdedor. Seguro nadie lo echaría de menos. Pero hay un problema. No, dos. Uno, que es un tipo demasiado vulgar. Me llega a dar asco. Y dos, un problema de peso: jamás me lo podría.

Con la mirada recorro nuevamente el lugar. El guardia sigue ahí, ahora tranquilo, atento a cualquier peligro que pueda pasar. Entonces lo veo, me doy cuenta, claramente. Ésa es la persona perfecta. Hombre de mediana edad, esforzado. Padre de familia, seguro. Con uno o dos hijos y una señora que lo espera cada noche con amor incondicional. Un hombre bueno, que se entrega a los demás. Por eso eligió ese oficio. Lo noto en su sonrisa, en sus gestos, su mirada, en la forma de tratar a la gente. Un hombre decente, con un nivel de educación y aprendizaje aceptables, lleno de valores que les transmite a sus hijos día a día. Buen amigo. De seguro es la persona a la que aspiramos convertirnos.
Iría tranquilo, pero determinado, hasta él. De frente, para preguntarle alguna obviedad. Él, con una sonrisa, contestaría amable y pacientemente pensando que no soy de la ciudad. Pasaría junto a él agradeciéndole, dándonos mutuamente la espalda. Apenas dados dos pasos, me daría vuelta a toda velocidad, le lanzaría una patada voladora en la nuca que lo dejaría inconciente en el… no. Así no. Me daría vuelta, le tomaría la cabeza, lo desnucaría como un pavo… no. Tampoco. Me daría vuelta como un trompo, mientras con mi mano izquierda empujo su cabeza hacia abajo, con la derecha tomaría su arma. Seguramente se resistiría, forcejearía, pero yo soy más fuerte. Con el arma lo encañonaría en la cabeza, para darle a entender que yo estoy al mando de la situación. Algunos alrededor, despavoridos, huirían. Otros curiosos, los idiotas de siempre, se quedarían a ver el desenlace.

Amenazándolo con hacer un disparo ante cualquier movimiento sospechoso, le diría al guardia que nos moviéramos hacia la salida. Con el arma escondida en el abrigo, aparentaríamos normalidad. Lo guiaría, silencioso, a un sitio baldío que con frecuencia veo camino al trabajo sin darle importancia, pero que en ese momento cobraría un repentino valor.

Al llegar ahí, lo empujaría con brusquedad hacia el centro del sitio, entre unas ruinas tapadas de arbustos y algo de basura. Con ojos llorosos me suplicaría, me imploraría, que no lo hiciera. Me preguntaría que por qué. Una pregunta sin respuesta. ¿Acaso no me había gustado lo que me dijo? ¿Me había hecho algo malo en otra ocasión? ¿Era amigo de una de sus hijas? ¿Tenía celos? Más preguntas en blanco. Un dejo de arrepentimiento y piedad cruzarían mi mente. Pero es un sentimiento sin eco.

Mi silencio llevaría al guardia a una desesperación tal, que me gritaría, ya bajo un mar de lágrimas, “cobarde”. Segundos después, un sonido ensordecedor borraría del aire sus palabras. Y sería lo último que diría.
Pero sé que nunca lo haría. Yo no soy así.

“Sé que nunca lo haría. Yo no soy así”, le dije al juez. Pero no me creyó.


0 comentarios:

Publicar un comentario