lunes, 14 de febrero de 2011

Cuento: "Profunda Desesperación"

*Escrito en Agosto del 2006. 
**Anteriormente publicado en el blog Letras de una Sopa, bajo el seudónimo Sopero, en abril del 2008.


Cada vez que Julieta salía a la calle del condominio se encontraba con la misma sorpresa: nadie con quien jugar. Ya llevaban dos meses en esa casa y los días a Julieta se le hacían eternos. Las únicas personas que se paseaban por la calle eran ancianos, jubilados y enfermos, que querían pasar sus últimos días en un lugar tranquilo. Por eso, era usual verlos pasear por el pequeño parque que había en el condominio acompañados por enfermeras o su pareja (los que tenían).

La tranquilidad del lugar fue, precisamente, una de las principales razones por las que los padres de Julieta, Pedro Fuentes y Mercedes Riquelme de Fuentes (como a ella le gustaba presentarse en sociedad), habían escogido esta casa.
El único niño al que Julieta vio alguna vez era uno que vivía en la primera casa a quien sus padres, demasiado estrictos, no dejaban ni asomarse a la calle, “por los peligrosos autos” decían, y “esos viejos degenerados que se pasean por la calle” (de lo cual, para ser sinceros, de muchos se ha sospechado). Además, las probabilidades de Julieta de hacer algún contacto con él se esfumaron rápidamente, pues durante la primera semana que llevaban en el condominio, la familia del niño se cambió para otro sector de la ciudad.

Por lo tanto, como deben suponer, la vida de Julieta, exceptuando algunos fines de semana en que invitaba a alguna compañera de colegio, era bastante solitaria y desdichada. 

Mercedes, la mamá de Julieta, estaba embarazada y al momento de cumplir dos meses en la nueva casa, es decir, su séptimo mes de embarazo, debió comenzar a quedarse en casa para cuidar mejor del nuevo miembro de la familia. Esto puso muy contenta a Julieta, ya que podría pasar más tiempo con su madre, pero, sobre todo, con alguien con quien conversar. 

Pero para desilusión de la niña, su mamá era poco lo que podía acompañarla. Siempre debía estar recostada, reposando, lejos de ruidos fuertes y molestos. Mercedes se dio cuenta de la desilusión de su hija y para compensar un poco su culpa la llamó un día a su pieza y le dijo:
 -Abre el closet, saca una caja vieja que está en el suelo, entre los abrigos, y pásamela.
-Sí mamá – dijo contenta y obedientemente Julieta.
La caja era pesada para la niña, lo que no impidió que la sacara, pues su curiosidad y felicidad eran más grandes. Julieta, eso sí, encontró que la caja no tenía muy buen olor, por lo que se la entregó a su madre con mala cara. Mercedes la abrió, buscó entre varios papeles y pequeñas cajas (lo que molestó a su hija, pues llenó de polvo su cara) y sacó del fondo un pequeño y viejo muñeco.
-Mira, este es Pepo, el muñeco que mi abuela tejió para mi madre, que ella me dio a mí, y que yo te doy a ti ahora. Creo que ya eres lo suficientemente grande para que te hagas responsable por él. A mi me fue muy útil. Siempre me acompañaba en momentos de soledad.
La cara de Julieta se había iluminado con una amplia y blanca sonrisa.
-¡Gracias, mamá! – exclamó. Y corrió a abrazar a su nuevo compañero.
Fue así como Julieta comenzó a establecer una fuerte amistad con su muñeco Pepo, llevándolo a todos lados, hablándole, dándole de comer, y echándole la culpa por maldades que ella hacía. Cosas típicas de niños de ocho años.
La amistad se fortalecía día a día, y día a día también Julieta se iba encerrando cada vez más en sí misma, inventando conversaciones eternas entre ella y Pepo. Sus padres, aunque sobreprotectores, se despreocuparon, convencidos de que esta era una etapa normal para un niño y de que se relacionara con un peluche era más seguro a que se relacionara con algún otro niño que quién diablos sabe qué podría hacerle a su pequeña y adorada hija. Además, estaban mucho más concentrados en el inminente nacimiento de su nuevo hijo.

El tercer mes en la casa llegó y con él, la primavera. Por lo tanto, las salidas al patio empezaron a ser más frecuentes para Julieta, su madre y, por supuesto, Pepo. Antes, sólo dos veces había estado Julieta en el patio, porque, o llovía o hacía demasiado frío. 

La casa era antigua, por lo tanto, de espacios amplios, como lo era, por supuesto, el patio. Había algunos árboles frutales, una amplia terraza con parrilla para hacer asados, un lindo pasto y, al fondo, un antiguo pozo de agua. Desde el primer día Julieta tuvo prohibido acercarse a menos de tres metros del pozo si no estaba acompañada, pues, como le contaron sus padres con cara de horror, podría caer y no volver a ser vista nunca más. 

Pero un día, como cualquier otro de esa linda primavera, Julieta salió al patio a jugar con Pepo. Saltaban, reían, cantaban, y entre juego y juego se fueron acercando cada vez más al pozo que le habían prohibido. De pronto, Julieta miró a su alrededor y se sobresaltó al darse cuenta lo cerca que estaban ella y Pepo del pozo. Tomando a su muñeco por el brazo y arrastrándolo por el suelo, dio un paso hacia la casa. Pero cuando se disponía a dar el segundo paso escuchó una voz que le dijo “¡Hey!”. Se paró para escuchar mejor pero no oyó nada y cuando se disponía a dar el tercero escuchó nuevamente la voz “¡Hey!” que la llamaba. Entonces, asustada, Julieta soltó a Pepo y corrió hacia la casa para abrazar a su madre.
 -¡Mamá, mamá! Hay alguien adentro del pozo.
-¡¿Cómo?! – exclamó sobresaltada Mercedes.
-Sí. Estaba cerca del pozo y escuché una voz que me llamaba.
-Oh, no hagas caso. Seguramente fue tu imaginación…pero, ¡¿te acercaste al pozo?!
-Sí, pero yo no quería. Llegué ahí jugando con Pepo.
-¡Pero sabes que no debes acercarte! ¡Debes tener cuidado! – dijo enérgica su madre. – Ya, castigada. No sales al patio en una semana. – agregó.
-Pero mamá… – reclamó Julieta entre lágrimas.
-Nada de peros.
-…pero…pero…¡Pepo se quedó ahí!
-Bueno, ahí se queda, castigado también. Así aprenderán los dos. – dijo firme su madre.
Los días que siguieron fueron bastante tristes para Julieta. Se pasó los dos primeros días contemplando por el ventanal que da al patio a su amigo de trapo tirado sobre el pasto. Entonces, comenzó a surgir en ella, una voz que la consolaba y la acompañaba a ratos. Le decía que no estuviera triste, que una semana no era tanto y que jugara con ella si se sentía tan sola. 

Durante esa semana de castigo, Julieta buscaba rincones, ventanas o closets donde poder jugar con esa pequeña voz en su interior. Tenía cuidado de no mirar hacia donde se encontraba Pepo, porque le daba mucha pena verlo ahí tirado.
Cuando quedaban tres días para que terminara el castigo, Julieta le confesó a su voz:
-Echo de menos a Pepo…
-Pero me tienes a mí.
-Sí, pero no es lo mismo. A ti no te veo.
-Tienes razón. Pero, si lo hechas tanto de menos, ¿por qué no vas y lo buscas?
-Es que tengo miedo al pozo y que me castiguen de nuevo…
-Ah. Pero anda cuando nadie te mire. Y no le tengas miedo al pozo, son sólo pedazos de ladrillo viejo. Mira, ahora nadie te ve. Anda corriendo y vuelves al tiro.
-Pero…
Julieta vaciló un momento, pero cinco segundos después corría rápidamente hacia su querido muñeco. Al llegar, sin dirigir su mirada al pozo, tomó a Pepo, lo abrazó cariñosamente y se dio vuelta. Entonces, una vez más escuchó una voz que la llamaba. “¡Hey!, ¡Hey, allá arriba!”. Se dio vuelta y miró el pozo. La voz seguía llamándola. Tenía miedo, pero no sabía qué hacer. Miró a Pepo. Este le devolvió una sonrisa. Esto le dio confianza y valor y se acercó al pozo lentamente, cuidando que nadie la viera. Al llegar a la orilla miró hacia abajo. Allá al fondo, muy lejos, de donde estaba parada, podía ver varias lucecitas blancas que titilaban.
-¿S-sí? – preguntó temerosa Julieta. Su voz se devolvió en un pequeño y débil eco. – ¿Hay alguien ahí? – volvió a preguntar.
-Sí – escuchó la misma voz que le contestaba.
-¿Quién eres? – volvió a preguntar Julieta con voz temblorosa.
-Soy…es decir, somos los niños solitarios.
-Y-y ¿y viven ahí abajo?
-Sí, vivimos acá hace años.
-Pero, ¿y no tienen papás?
-No, nuestros padres nos abandonaron hace mucho tiempo. Ya no los necesitamos. Cuando los necesitábamos nunca estuvieron con nosotros. Yo fui el primero en llegar aquí, hace ya muchísimos años.
-Oh, qué pena.
-Tú eres Julieta, ¿cierto?
-Sí, ¿cómo lo saben?
-Hemos escuchado de ti. Te hemos escuchado hablar, jugar, reír, llorar…
-Ah, ya veo.
-Julieta, ¿por qué no vienes acá abajo a jugar con nosotros?
-Emm…no. Es que ya me tengo que ir. Parece que me están buscando. – Y Julieta se dio vuelta para correr hacia la puerta de la casa. Cuando lo hacía, escuchó la voz del niño tras de sí, que le decía:
-¡Ven cuando quieras! ¡Cuando te sientas sola ven con nosotros! ¡Adiós!


Durante las siguientes tres semanas Julieta salía muy poco al patio para jugar con Pepo y cuando lo hacía, procuraba mantenerse dentro de los límites de la terraza, muy cerca de la puerta de casa. Su madre pasaba prácticamente todo el día en cama, aguantando el calor y esperando el momento de dar a luz.
La pequeña voz que había nacido dentro de Julieta poco a poco se fue apagando durante esas semanas con el regreso de Pepo, aunque de vez en cuando aparecía para reprocharle a la niña que todavía estaba ahí y que no se olvidara de ella.
Uno de esos días hizo mucho calor. Julieta jugaba en la terraza como era usual, con su muñeco, un tanto cansada y aburrida de los mismos juegos de siempre. Sus padres estaban adentro, acompañándose mutuamente y acompañando al niño que estaba a punto de llegar. Mientras, Julieta comenzó poco a poco a acercarse una vez más al pozo, invadida por el aburrimiento, la soledad y la curiosidad. Sintió un fuerte grito adentro de la casa.
Su madre acababa de sentir el primero de muchos golpes que recibiría esa tarde y que en esos momentos daba el niño que llevaba dentro.
Julieta, ya en la orilla del pozo, gritó y dijo:
-¡¿Hola?!
-¡Hola Julieta! Que bueno que volviste. – le respondió una voz de niño que salía de un par de luces allá al fondo.
-Sí, es que Pepo y yo estabábamos un poco aburridos.
-¿Y por qué no vienes acá abajo a jugar con nosotros?
-Pero, ¿y no es peligroso? – preguntó Julieta cautelosamente.
-¡Claro que no! Mira, hay muchos niños más acá abajo. Y niñas también. Todos te están esperando.
-¿Me esperan?
-Claro.
-¿Y para qué?
-Para jugar y divertirnos, por supuesto. Este lugar es muy entretenido y seguro. ¡Vamos, anímate!
-Emm…emm…
-Puedes traer a tu amigo si quieres.
-¿A Pepo?
-Sí.
-¿Qué dices Pepo? – preguntó Julieta mirando a su inanimado amigo. Este sólo le devolvió, una vez más, una sonrisa. – Está bien, pero tú primero. – le dijo, y lo lanzó al pozo.
Julieta, entonces, se encaramó en la orilla del pozo y se tiró.
Mientras caía, sus padres ya iban en el auto camino al hospital. Se habían olvidado absolutamente de su hija. Su padre de pronto pensó en ella y se dijo “cuando llegue al hospital, llamo a alguien para que la cuide”, sin saber lo que en ese momento ocurría.
Julieta caía entre telas de araña que se enredaban en su pelo. Gritaba desesperadamente, pero con la esperanza de encontrar algo al final de ese frío viaje. Caía, pero no veía nada. Los ojos luminosos que antes distinguía la distancia, se apagaban a medida que se acercaba al fondo. Su cabeza tocó el suelo.

Y entonces los vio.


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