lunes, 14 de febrero de 2011

Cuento: "Amarga Travesura"

*Escrito en Octubre del 2008. 
**Publicado originalmente en el blog Letras de una Sopa, bajo el seudónimo Sopero, en Octubre del 2008.

Escuchaba con placer el agua correr mientras se desvestía y el vapor comenzaba a envolverla. Es que no hay nada más agradable, pensaba, que una buena y extensa ducha a media mañana, con los niños en el colegio y el marido en el trabajo, disfrutando de la soledad de sus pensamientos. Podía sonar egoísta, pero era el único refugio que se permitía.

El agua, gota a gota, recorría cada surco de su piel buscando el mejor lugar para acomodarse. Mientras, Aurora comenzaba, como era su costumbre, a trazar su futuro en su cabeza. Se preguntaba cómo sería de vieja. Si sería buena suegra cuando los niños se casaran, o una abuela gruñona cuando sus nietos la visitaran. Una vieja que mirara de manera arrogante a la vejez, estirada cien veces y emulsionada doscientas, es algo que no permitiría. Prefería mil veces ser una viejita adorable, con sus naturales arrugas, su pelo cano, sus anteojos al cuello y sus mañas, premio y derecho conseguido con años de esfuerzo y sacrificio. Se reiría entonces de sus desesperadas amigas que intentaban evitar lo inevitable con resultados vergonzosos. ¿Para qué reparar el envase, si el interior ya estaba vencido?

También había un espacio para el pasado. 

Se sentaba en la tina, acumulaba un poco de agua y chapoteaba haciendo olas que imaginaba tormentas. Luego, abría su boca, la rellenaba y lanzaba un chorrito fino, pero potente, como cuando molestaba a su hermana Susana a la hora del baño juntas. Para ahorrar agua. Eran otros tiempos. Con el conchito, hacía gárgaras melodiosas recordando alguna canción. 

Y últimamente se preguntaba si Joaquín le daría por fin la sorpresa de ese lindo viaje en crucero que siempre habían soñado. La próxima semana, para su octavo aniversario, lo sabría. 

De pronto un sonido leve, pero nítido, interrumpió su soledad. Abrió los ojos en señal de alerta. Sin embargo, no le dio importancia.

Al rato, un sonido similar, esta vez más fuerte y corto, la sacó otra vez de su ensimismamiento. Asomó la cabeza, preocupada, para mirar alrededor: todo en orden. Inquieta, se apuró.

En momentos que terminaba de quitarse el jaboncillo del cuerpo y cortaba la llave, el sonido fue fuerte y notorio. No había duda que algo extraño ocurría. Rápidamente tomó la toalla para cubrirse y miró hacia la puerta. Esperó cuatro, siete, diez segundos… y la manilla se movió. Tragó saliva. Un frío recorrió su espalda y se extendió por todo su cuerpo. Tembló. Estaba nerviosa. Se sintió vulnerable y vacía al mismo tiempo. En los dos siguientes segundos recorrió su vida desechable buscando algún sentido más allá de su familia. Sintió lástima de sí misma y se prometió cambiar el rumbo.
Juntando fuerzas y valentía que no se conocía, despacio y con su zapato en la mano izquierda, avanzó hacia la puerta. Con cuidado y sin hacer ni un ruido giró la manilla. Puso un pie afuera. Espió con cuidado. Sacó la cabeza y ya más tranquila pero sin perder la atención salió por completo. No vio nada. Ni a nadie. Frente a ella, entonces, se dio cuenta que la ventana estaba abierta y los árboles se inclinaban ante un insistente viento. Se relajó. La culpa la tenía el viento… y su creativa cabeza. Sonrió mientras tiraba el zapato hacia un lado y daba un paso hacia el dormitorio.

Junto a la pared que sostenía la puerta del baño, Joaquín, el treintañero y brillante ejecutivo del banco más importante de la ciudad, imaginaba conteniendo la risa las posibles reacciones de su mujer. Era cierto, parecía no madurar, como varias veces comentaba Aurora a sus amigas. 

Había llegado un par de horas antes de lo acostumbrado sólo para amarla un poco más. Aprovechando que se habían cancelado un par de reuniones sin importancia y que los niños aprendían sus cosas en el colegio, decidió que ese mismo día comenzaba “la semana de nuestro aniversario”, como la bautizó mientras manejaba.

En su espalda escondía un ramo de rosas que compró para que lo perdonara por la broma. 

La puerta se abrió. Tras unos segundos, salió de su escondite para darle su agradable sorpresa.

La sorpresa se la llevaría él en ese instante imborrable y al día siguiente, en el que bajo una máscara de terror eterno y verdadero, lanzaría al foso las rosas con que despedía a su esposa.

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